jueves, 3 de septiembre de 2009

Eran las dos de la tarde. Habían pocos peces pescados. Apenas una diminuta pescadilla con pinta de boba se doblaba muerta en un balde. El sol era ya casi insoportable. La piel se hacia sentir. Su dolor permitía tomar conciencia del contorno, de la dialéctica contorno-entorno, del perímetro del cuerpo con facilidad. Aquí termina el cuerpo y empieza lo otro: el aire, los rayos del sol -que no se ven pero hacen brillar las escamas de la pescadilla-, todo lo que uno no es.
Las ideas peces tampoco abundaban, en realidad eran mas escasas que los escamados. Quizá tampoco querían salir del agua. El cerebro es después de todo una especie de pecera, llena de agua escarlata, que de vez en cuando se agita y se intensifican las descargas entre neuronas, -según los entendidos algo así sería una idea- que andan como anguilas eléctricas encendidas.

Benjamín sostenía la caña junto con la tanza tersa y ansiosa. Tomaba mate y pensaba tonterías cuando miraba el mar. El sol y los músculos cansados, hasta los pequeños, como los de los párpados que le hacían cerrar los ojos. En la oscuridad, esa que no es del todo tal y empieza de los ojos hacía adentro, aparecían figuras de colores, sin forma, casi siempre amarillo fluorescente.
Anguilas eléctricas lo golpeaban como pichones queriendo salir del huevo. Hacían temblar las estructuras. Cuestionaban a inesperados topetazos.

Abrió los ojos. La linea seguía inmóvil.

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